Oscurecía, la ciudad
mostraba su rostro más oscuro y su mirada más fría, no sospechaba que iba a ser
cómplice de este amor sin luna, ni estrellas, pues la luna brillaba por su
ausencia y las estrellas agonizaban su recuerdo, el graderío soportaba nuestro peso,
ella sentada allí, sus rodillas llegaban a sus pechos y sus brazos tomaban sus
tobillos, yo a su lado, mirándola, las luces de los autos no alcanzaban
nuestros rostros, solamente el faro que estaba justo arriba de nosotros y que
alumbraba inútilmente. Yo, solo pensaba abrigarla del frío para siempre.
- Me gustas – le dije.
- Me gustas – le dije.
Ella escuchó mi lento
susurro, con sus manos cubrió su rostro
angelical, pensé que iba a levantarse y correr. Esta vez yo no iba a correr
tras ella, solo iba a quedarme sentado pensando en lo que pudo ser, pero no fue
así. Ella se quedó allí, se quedó inmóvil, no dijo nada, no hizo nada, su
cuerpo pequeño parecía haberse quedado congelado, por el tiempo, por el frío, ¿acaso
por mis palabras? No lo sabía, pero cuánto quería saberlo.
Las ráfagas de aire que
respiraba era rápidas, mi corazón aceleraba el ritmo, mi cuerpo estaba
sobresaltado, temblaba no por frío sino temblaba de amor, mis manos, a pesar
del frío, sudaban, tome un respiro fuerte, seque mis manos y tomé las suyas,
retiré de sus rostro sus manos y acerque mis labios, hacia ella, ella
correspondió. Su labios eran finos, delgados, eran los labios más hermosos y
sexys que había visto y besado, mientras nos besábamos nos pusimos de pie,
sentí que sus labios se separaban de los míos y pronto oí.
- Desde cuándo – Preguntó.
- Desde siempre – Respondí.
- Desde cuándo – Preguntó.
- Desde siempre – Respondí.
Y continuamos
besándonos sin sentir preocupación por el tiempo, por la hora, por la luna por
nada, estuvimos ahí no sé cuánto tiempo, creo que sigo ahí a pesar de que
pasaron muchos años.